Los figurines

G. Almeida
4 min readDec 9, 2020
Man Ray (“Mr. and Mrs. Woodman”)

¿Cómo me veo hoy?, pregunta Sofía, o más bien pregunta el figurín articulado de madera que representa a Sofía. Los lunes, como hoy, son los días de ella y Kennedy, apellido que para ella no guarda ninguna relación con la familia del ex-presidente de los Estados Unidos, pero que sabía, sin dudas, que su madre apreciaría. Kennedy es un buen novio; no le alza la voz cuando se enoja, y la saca a pasear en su convertible con regularidad. Recuerda fechas importantes, no le tuerce el brazo para acostarse con ella, y nunca niega sus peticiones ni se burla de sus preguntas, aunque le parezcan absurdas.

La madre de Sofía, muy esperanzada por los talentos artísticos de su hija, le regaló los figurines cuando tenía quince años. Su maestro de dibujo le había mencionado a la doña que el talento estaba, y de sobra, pero que Sofía no tenía ni el más mínimo instinto sobre la anatomía. Si era cierto o una expresión exagerada de un hombre embollado en deseo por una menor inalcanzable, no sabría decir, pero lo cierto es que Sofía nunca aprendió a dibujar cuerpos, y los figurines quedaron en el olvido hasta el verano que cumplió los diecisiete años y perdió su única amiga. Durante su niñez, Sofía se había mostrado reacia a jugar con muñecas hasta que apareció Lydia. Le incomodaban los rostros perfectos de las Barbies, esas caras rígidas que no dejaban espacio a la imaginación. Definitivamente hubiera preferido los figurines si hubiera sabido de su existencia, aunque quizás en esos momentos, con Lydia, no los necesitaba.

Pero ahora, todos los días al llegar del trabajo, Sofía se sienta en la cama de su niñez con los figurines y repite, sin variaciones considerables, sus tumultuosos romances. Sofía y Kennedy. Sofía y José. Sofía y Pedro. Sofía y Hunter. Sofía y Pablo. Así se llaman los novios esta semana. Cuando se aburre — y esto, tarde o temprano, siempre pasa — rompe su compromiso, cambia sus nombres y modifica los detalles de sus encuentros. Figurín Sofía conoce a figurín Kennedy en el paseo de la playa de Venice, pero quizás mañana figurín Sofía conoce a figurín James en una feria.

Años después de su ruptura con Lydia, su madre la encontró jugando a los romances con los figurines. Si entendió, o en algún momento, pegada a la puerta del cuarto de su hija, escuchó los detalles de los juegos, nunca se lo hizo saber. Pero cuando Sofía la visita los fines de semana suelta una verborrea de peticiones interminables. Que se maquille, que se ponga, por favor, un trajecito más corto o más apretado, que ella se lo compra, que Sofía tiene una figura muy linda, la de todas las mujeres de la familia, y la está echando a perder, y que ella decía lo mismo cuando joven, que no quería hijos, y mírala ahora, con tres manganzones. Le comenta también sobre el muchacho que vino a la fiesta familiar navideña, que para ella es indistinguible del macharrán del cubículo a su derecha en el trabajo. Qué hermoso era, que amable, ¿no te pareció, Sofía? El muchacho fue invitado por su hermana con las mejores intenciones, pero su madre nunca se enteró que él la persiguió toda la noche; estaba allí cuando fue a buscar un trago en la cocina, y cuando, desesperada, Sofía se escondió en el baño. Aunque probablemente, piensa Sofía, su madre no hubiera visto nada malo en eso. Él hablaba boberías que intentaba disfrazar con tecnicismos, y se reía entre dientes, modestamente, como para evadir la vulgaridad inherente en las carcajadas. Era aburrido, pero en todos los aspectos de importancia, era perfecto. Era hermoso, blanco con ojos azules como le gustaban a su madre. Pero Sofía lo miraba y su cara cuadrada y masculina de Ken malparido le revolvía el estómago. Prefería los figurines.

Piensa en los figurines los días que va al cine a ver comedias románticas, cuando hace la compra en el supermercado y un extraño rozaba su mano al pasar. Imagina estar con ellos cuando un hombre se sienta a su lado en el tren, pero hace, quizás, el mayor esfuerzo cuando su compañera de trabajo, Lorena, la invita a beber. Invoca los pechos espléndidos de los novios de la semana, sus labios, como ellos se verían bebiendo una cerveza, hasta que el dolor de cabeza no la deja seguir, y se disculpa hasta la próxima semana. Esas noches los dos figurines son Lorena y María, y ellas viven juntas en una casa de madera en el campo, lejos de sus familias. Si Sofía, agotada, recuesta su cabeza en la pared y llora, no te lo puedo confirmar.

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G. Almeida

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